Álvaro Galán

El relojero. ¿Decadencia o indiferencia?

El otro día se me rompió una de las cinchas de caucho (comúnmente conocidas como “trabillas”) que sujetan la correa de mi reloj de pulsera, por lo que en lugar de sucumbir a la estrategia omnichannel del fabricante, gracias a la cual podría haber tenido el repuesto en mi casa en 24 horas, decidí darme un paseo por el centro de la ciudad y, como suele decirse, “apostar por el comercio local”.

Como no sabía muy bien quién era el distribuidor autorizado por la marca de mi reloj, lo primero que hice fue una búsqueda contextual en Google (y no una cualquiera: una genérica, otra con distintos niveles de concordancia y otra exacta): 2.500.0000 de resultados en 0,003 segundos, pero ninguno indicaba a qué tienda debía dirigirme.  Empezábamos bien… Con decir que la culpa ha sido de la última Core Update del algoritmo de Google ya está todo resuelto, pero la verdad es que ni las búsquedas locales parecen funcionar eficientemente. Si a esto le sumas que los 3 primeros resultados que muestra el buscador corresponden a anuncios de empresas a las que les parece lo mismo que la gente busque chorizos o Rolex (no era el caso) pues, como suele decirse en el argot más común, “te lo flipas”.

A través de las búsquedas no era capaz de encontrar nada, así que decidí comenzar a navegar en la red “My Business”, y cuando encontraba un negocio que parecía poder cubrir mis necesidades, las fotografías de sus instalaciones, la información sobre la empresa y el empeño en indicarme que “cerraban pronto” me quitaban las ganas de acercarme a preguntar. Entonces, después de todos estos años dedicándome a “vivir de la información disponible en Internet” decidí volver al siglo pasado y hacer algo inaudito hoy en día: pasear con la cabeza hacia arriba leyendo los carteles. Sí, sí. Como lo lees. Una enajenación mental digna de estudio.

Mientras paseaba, pensé en ir dejando reseñas y mensajes con consejos profesionales a todos aquellos negocios que, en mi humilde opinión, podrían conseguir nuevos clientes y prospectos con una estrategia tan básica como tener sus perfiles sociales públicos optimizados ¡por el simple hecho de que son accesibles para todo el mundo! No hablo de fotografías de estudio o editoriales firmadas por Annie Leibovits, textos escritos por Neruda o vídeos corporativos rodados por Spielberg. Hablo de responder a un cliente que en el año 2017 nos preguntó si teníamos este o aquel producto, un cliente que no quedó muy contento con nuestros servicios y decidió expresarlo públicamente y de no poner, por ejemplo, las fotos del negocio que genera el coche de Google cuando va tomando imágenes para su aplicación Street View. Hablo de un mínimo de presencia, de ponerle “ganas para vender”. En seguida descarté la iniciativa, “no está el horno para bollos en Internet”.

Después de media hora de paseo llegué a una relojería. Espacio pequeño y angosto, lleno de piezas; una fosa común de correas, coronas, mecanismos y herramientas que descansaban en el fondo de cajones expositores después de haber destinado su existencia a medir el bien más preciado que todo ser humano tiene y que sin embargo, en ocasiones menos valora: el tiempo. Lo único que se oyó durante los cuarenta segundos posteriores a mi entrada en el negocio fue la sirena que indica que se abre la puerta, esa que todos conocemos y hace un ruido así como “tirooooooooo, tiroooooo” (onomatopeyas a mí). Doy los buenos días, nada: 8 metros cuadrados, 2 personas, atmósfera violenta ante la falta de respuesta por su parte, siento que mi presencia le molesta, le incordia. Se masca la tragedia (comercial). El amable relojero se afana en terminar de ajustar una manecilla de un reloj que, a la vista de su aspecto, ha medido “tiempos mejores” . Después de 3 incómodos minutos, el relojero levanta la vista hacia mí. Como lleva una especie de lupa en un ojo que le aumenta el iris y el cristalino como si fuese una especie de búho trasnochado, me llevo un susto de narices; y también consigo ver sus pensamientos de hace 4 días… Para él, los días no parecen ser buenos. O al menos no me lo dice. “-¿Qué quieres?-”, así, sin paños calientes. “-Hola, me gustaría saber si usted tiene una trabilla para este reloj, se me ha roto y estoy buscando un recambio-” le comento mientras le enseño la pieza. Él, sin ni siquiera quitarse el “catalejo” ni levantar la vista de su tarea me espeta un “yo no trabajo esa marca”.

Pero vamos a ver, ¡es una trabilla de caucho!, a mi reloj no le importa que sea de un fabricante amigo, de uno enemigo, de una marca o de otra. Le importa no perderse.

Entiendo que una venta de un producto que puede costar 10 € no sea estratégica, pero ¿acaso no atiendo yo en mis e-commerce igualmente bien a todos los visitantes, independientemente de la fase del embudo en la que se encuentren? Punto para mí. Decido irme de la relojería “-Gracias, buenos días-”: me espeta una especie de onomatopeya incomprensible, algo así como “nagualtente” que traducido al español entiendo que signifique algo como “con Dios».

Segundo intento: entorno similar, inicios similares, mismo aparato en el ojo. En este caso, por resumir: tampoco coge el reloj, ni siquiera lo mira con interés. “-Yo no tengo trabillas, lo que tienes que hacer (frase mágica) es comprar una correa nueva (al loro, esto es literal), quitar la trabilla y ponerla en la correa-” ¿En serio?, ¿dónde está la cámara? Además, aparentemente ofendido me espeta un “-No se pueden comprar trabillas sueltas. Nadie las vende-”. Como si mi necesidad atentase contra los principios comerciales del sector de la relojería, por los cuales si se rompe una pieza tienes que cambiar todo el reloj.

Abatido, y un poco de mala leche también (porque todo hay que decirlo), salgo de la segunda relojería, abro mi cuenta de Amazon y en 24 horas un amable repartidor me deja las trabillas en la oficina. Sin paseos, sin reprimendas y sin molestar a nadie.

No he escrito este artículo para desahogarme, «ni de coña». He escrito este artículo para intentar orientar a quien quiera seguir mis consejos como consumidor y profesional del marketing. Hoy en día, la comodidad es un factor determinante en el comercio electrónico. Yo he cambiado “3 clics” por bajar al centro, aparcar, andar durante una hora y media y visitar 2 establecimientos personalmente, pero lo normal es que esta tendencia, cada día se resienta más. Si no somos capaces de trabajar en las capas de nuestro negocio diseñadas para aportar “comodidad” a nuestros clientes, estos dejarán de comprarnos.

A lo largo de estos 4 años dedicado más en profundidad a la formación, he tenido la oportunidad de compartir charla con empresarios y gerentes de pequeños comercios que encuentran en Internet la causa de todos sus problemas: “la gente ya no viene al centro”,”por culpa de empresas como Amazon tengo que cerrar la tienda”,”las grandes empresas se están comiendo todo el pastel, mientras nosotros tenemos que conformarnos con venderles a nuestros vecinos”… ¿Te suena? Seguro que sí.

Este es realmente el problema, hemos dejado de percibir el mercado al que nos dirigimos y nuestra propia realidad empresarial y comercial como elementos de un nuevo contexto lleno de oportunidades en el que poder competir y crecer, para apoyarnos en el ventajismo, la desidia y la excusa más conveniente en cada momento que justifique nuestros malos resultados profesionales. Nos hemos dejado llevar por la corriente y eso, al fin y a la postre, es lo que hace que los camarones desaparezcan…

El otro día hablaba con un amigo, que además está aprendiendo conmigo en la Escuela de Comercio Electrónico de Cantabria, y me decía “-claro, tú estás en un sector con una gran demanda, todas las empresas necesitan vuestros servicios-”, a lo que yo le respondí: pero también estoy en un sector en el que cada vez hay más “profesionales”, se venden intangibles y cualquiera con un título de 60 horas expedido por una universidad de dudoso prestigio y menor conocimiento se presenta como director de marketing («y se fuma un puro»), hay empresas millonarias que influyen sobre el devenir de mi trabajo (Google, Facebook, etc.) y compito con autónomos (en el mejor de los casos) que operan desde países con otra regulación fiscal y legislación, por la cual pueden prestar servicios por 6 €/hora gracias a una estructura de costes irrisoria. Y por eso no he decidido que voy a tirar la toalla. No dejo de luchar, ni de competir cada día. Trato que mi equipo sea el mejor todos los días del año, con clientes grandes que compran relojes muy caros y con clientes pequeños que, quizá, el primer día solo necesitaron reparar su trabilla.

Este artículo no va sobre marketing (bueno, a buen entendendor…), ninguna estrategia de marketing será capaz de cambiar los resultados de un negocio que ha perdido su esencia, sus ganas. Hoy jugamos con estas cartas, nuestros antepasados jugaron con unos naipes y nuestros hijos jugarán con otros… Es lo que hay, tienes que adaptarte y vencer porque la baraja no va a cambiar. Si no te gusta la partida, puedes levantarte de la mesa e irte, pero yo te aseguro que te vas a perder algo único, irrepetible: la unión de creatividad, experiencia y fuerza con la tecnología y herramientas hasta ahora desconocidas en una competición apasionante por desarrollar y optimizar el canal de venta más grande del mundo, el digital.

 

Comentarios2

  • Juan José Zamora 6 de abril de 2020 at 6:53 pm

    Es uno de los problemas que tiene el comercio, concretamente en nuestra ciudad. Llevo de cara al público desde los 23 años, y con un negocio propio desde 2007, y siempre he dicho, que no quiero que ninguna de las personas que entre en mi local, se sienta así, primero porque no me gusta que me lo hagan a mí, como es el caso que describes, segundo por educación, y tercero, porque esa persona que entra, puede ser un posible cliente, sino hoy, tal vez otro día. En mi negocio,me he encontrado en muchos casos de gente que entraba a hacer una fotocopia (sin que yo las hiciera) pero que por saludar, informar que no hacía fotocopias, e invitarles a dar un vistazo, al final sale una nueva venta.

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    • Dpto. Comunicación 8 de abril de 2020 at 9:31 am

      Efectivamente, eso es. Lo primero por educación y lo segundo porque el valor añadido de las tiendas físicas es el calor humano que nunca deberíamos perder, por aspectos sociales y comerciales. Un abrazo y muchas gracias por tu comentario.

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